Gilfredo Boán Pina y la horma de su zapato

La libertad de andar rompiendo fango descalzo, en los vericuetos de La Fidelina, Gilfredo Salvador Boán Pina (Majagua, 1937)  la cambió un día por la “dictadura” de los versos octosílabos. Tal “sumisión” a la métrica del arte poética vino a confirmar la idea de que hasta los espíritus más libres encuentran alguna vez la “horma de su zapato”.

Había nacido en un hogar digamos que con cierta solvencia económica, hijo de emigrante gallego y cubana rellolla, y los zapatos nunca le faltaron.  Pero le parecía que era mucho sufrimiento para los dedos gordos de los pies andar apretados y subyugados. Esa preferencia de andar con la planta del pie a ras de la tierra le ganó hincones de espinas y vidrios rotos, y hasta tizones calientes. “Vine a usar calzado cuando nos mudamos para Majagua. Y ya ves, ahora no puedo dar un paso descalzo”.

El viejo Manuel Boán Hermilla era dueño de la única bodega de La Fidelina, que amplió luego a una fonda donde se podía almorzar o comer con 45 centavos. “No creas que era una ración y ya. No. Se ponían las fuentes sobre la mesa y se comía hasta que hubiera hambre; arroz, frijoles, vianda y carne”.

Iluminada Pina Castro solo trajo al mundo dos hijos. Una niña y ocho años después el varón. Atendía la casa y la fonda, quizás por eso no tuvo la retahíla de muchachos que tan natural era en esos tiempos. “Qué lindo una mesa con 12 hijos, ¿verdad?, pero qué difícil ponerle un plato de comida a cada uno”.

El niño Gilfredo iba y venía por el batey, con su carreta de bueyes hecha con botellas de refresco y una grúa de estibar caña que le había regalado un amigo de la familia. Ese era su juego preferido, carretero y alzador, y habría sido un obrero de la zafra si no se hubiera atravesado en su vida, todavía en la infancia, esa señorita de enaguas blancas y cadencia sin límite que es la décima.

Tampoco ayudó mucho en el destino campesino que le “tocaba”, el descubrimiento de la radio.  En 1947 los Boán compraron su primer radioreceptor y en abril de 1948 la gente llegaba desde los caseríos cercanos, y hasta de tres kilómetros a la redonda, para escuchar la trágica historia de Alberto Limonta, mamá Dolores y El derecho de nacer.  Por entonces Orlando Ondarza, también un muchachito y amigo de Gilfredo, visitó una emisora en Ciego de Ávila y regresó a La Fidelina con la idea de jugar a la radio.

“Los micrófonos y audífonos los hicimos con latas de betún y los discos de cartón, teníamos hasta una programación variada. Se llamaba Radio Cuba Internacional y hacíamos programas musicales con la Sonora Matancera, Celia Cruz, Barbarito Diez; y otro dramatizado, que se titulaba Guerra; era tiro nada más.”

En la escuelita rural número 33 de la Finca Santa Fé, cercana al batey, aprendió a leer y escribir con la maestra Dalia Íñiguez, una camagüeyana que desafiaba el fango y los trillos para llegar hasta aquel “fin del mundo”. Tenía Gilfredo como una ansiedad por descifrar  los secretos que enunciaban las letras, porque desde antes su hermana le leía las historietas que publicaban los periódicos.

Siempre fueron maestras. Emilia Campa, Georgina Peña Baldarraín, Sara Carril. “La que más influyó en mí fue Ofelia Tabares de la Paz, villaclareña, que en primavera llegaba descalza, con los zapatos en la mano y una tribu de muchachos detrás. Fue mi maestra de cuarto y quinto grado, y en esos dos cursos me dieron el premio El beso de la Patria.”

De esos días es que le viene a Gilfredo el enamoramiento con la décima. En un libro confeccionado por Alfredo M. Aguayo, Motivaciones escolares,  y editado para las escuelas cívicas-rurales, aparecían unos versos de Andrés de Piedra Bueno que le despertaron las ganas de aferrarse al octosílabo tantas veces escuchado de su madre.

La escuela rural, la escuela 
que hacia el horizonte mira
es más que escuela, una lira
en papel de centinela.
Mira al futuro y anhela
en el futuro plasmar
generaciones sin par
para una isla más brillante
en un cálido adelante
que nos incita a estudiar.

“Hay una décima en particular que la recuerdo con mucha devoción. No sé por qué, pues realmente no tiene grandes méritos poéticos, pero me marcó. Decía así:

Hace poco en el maizal
se abrieron estuches de oro
Y se ha alcanzado un tesoro
con lo que dio el cafetal.
Qué lindo el cañaveral
al paso de las carretas,

(El poeta tiembla de emoción y un nudo en la garganta lo obliga a recuperar el verso después de respirar hondo, quizás buscando el aire limpio de aquellas fechas en que descubría el amor de su vida: la espinela)

qué lindo el cañaveral
al paso de las carretas
Y cómo en finas cuartetas
un poeta campesino
Va contándole al camino
sus ansiedades secretas.

Luego vendría el descubrimiento de Rumores del Hórmigo, acaso el cuaderno insigne de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, El Cucalambé, que redondeó esa predisposición casi genética, nacida en el portal de la casa, en la voz de su madre que sabía y cantaba décimas sin nombre.

“Cuando entré en el Instituto, en el año 1953, las clases de Español eran precisamente de arte métrica. Aquello fue una revelación, pero me resultó muy fácil, porque tenía el oído entrenado para el octosílabo. Leí mucho, de todo, a Joaquín Lorenzo Luaces, Quevedo, Núñez de Arce, Guillén.”

De esa época en que era, quizás, el pupilo preferido de Conchita Suárez, es su primer premio literario. Y también de ese tiempo es la aversión por la Matemática, resultado de un profesor que era muy ingeniero, mas no sabía darse a entender.

Sin embargo los números terminaron por alcanzarlo y subyugarlo, digamos que fueron otra “horma de zapato”. La muerte del viejo Boán, en 1954, obligó a Gilfredo a abandonar los estudios para hacerse cargo de la bodega, en La Fidelina, pero un año después la familia se iría para siempre del batey. En Majagua trabajó de dependiente y contador en la tienda La Loma, propiedad del chino Antonio Choy.

Las próximas décadas anduvo de saltimbanqui entre la fábrica de conservas y empresas de la Industria Alimentaria, con sedes en la ciudad de Ciego de Ávila, siempre como contador. En 1979 entró a la agrupación de cooperativas campesinas y, aunque parezca poco probable, germinó allí la otra pasión de su vida: la investigación cultural. Viendo cómo se organizaban espontáneamente los guajiros en torno al punto de parranda y los guateques, fue Gilfredo Boán Pina quien propuso, en 1983, realizar el Festival de Parranda, que tuvo como primera presidenta del jurado a María Teresa Linares, y que salvó para siempre del olvido la tradición de cantar historias cortas y rimadas.

“Si algo no me gustaría que sucediera alguna vez, es que alguien en la fábrica diga ‛y este quién es’ ”. Lo dice cuando le pregunto por ese amasijo de hierro que con casi 60 años sigue moliendo el tomate como el primer día. A ese amasijo, a la fábrica de conservas de Majagua, le ha dedicado tantos años que sus canas y sus arrugas lo son, acaso, porque el ácido del vegetal le ha decolorado el pelo y surcado la piel.

En su modesta oficina, donde asienta las estadísticas de la producción y calcula con las variables de la eficiencia, el poeta, contador y ensayista, ya jubilado, escribe. Escribe mucho, décimas y ensayos. Quiere dejar en blanco y negro las historias de los campos, de los velorios, la manera jocosa en que suelen los guajiros contar sus anécdotas, la picardía innata de la gente de esta tierra.

Gilfredo Boán Pina escribe estampas contra el alzheimer de la memoria.

Y eso que era bobo 
Hace mucho tiempo había
en Majagua, cierto bobo
que más que bobo, era un lobo
a juzgar por lo que hacía.
Cuando un burlón le ofrecía
“De este medio y del realito
¿con cuál te quedas, bobito?”
aquel bobo sin remedio
le decía: —Venga el medio,
porque el real es más chiquito.
Pero una tarde, un viajante
indignado con la gente
le enseñó: —Mira, inocente,
el real es más importante
que el medio y, en lo adelante,
solo el real debes coger…
—Compadre, déjeme hacer,
saltó rápido el “bobito”,
el día que coja el realito
no me dan más a escoger.

Publicado por

Sayli

Soy "algo" que todos los días se (re)construye. Debo tener un punto de partida, un botón de inicio quizás, pero no lo encuentro. Tampoco la última orilla ni el malecón que me contiene. Escribo porque no se me da bien la política ni el sexo por dinero, lo cual me mantiene contando centavos, pero me deja dormir en paz.

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