Made in MiMamá

maxresdefault

Creo que nunca le dije que en realidad sí era linda. No únicamente porque ante los ojos, en efecto, era agradable, bella. Si no, y sobre todo, porque había en ella tanto de amor y dedicación, tantas horas de empeño, de estudio, de voluntad… No quiere decir que todo lo que se haga con voluntad sea hermoso, que por ahí hay cada engendro voluntarioso que mete miedo. Pero aquella blusita hecha a mano por mi madre estaba linda, solo que ya había pasado su tiempo y la próxima vuelta de la moda demoraría en llegar.

Eran días del Período Especial en los que, paradójicamente, comenzaba a penetrar el endeble mercado nacional la ropa traída de “afuera”. Se había extinguido la fiebre del oro y las diplotiendas, y habían nacido unas tímidas shopping que, no obstante, no demoraron en adueñarse del comercio criollo. El último grito era tener licras, pitusas prelavados, pulóveres de algodón con letreros en cualquier idioma. Los pantalones de poliéster murieron la muerte del olvido o de la ropa de andar dentro de casa. En lo adelante, lo que no tuviera etiqueta no valía un kilo prieto partido por la mitad. En lo adelante, ya nada valdría un kilo, aunque estuviera nuevo y entero.

Y en medio de aquellos años aciagos, en los que la ropa era tal vez el menor de los problemas, a mi mamá se le ocurrió estudiar corte y costura, según el método Ana Betancourt, en una de las academias de Ciego de Ávila. Con disciplina aprendió lo elemental y perentorio: hacer dobladillos, remendar, poner parches. Pero también lo especializado: a tejer, bordar, coser lo que se dice coser bien, deshilar.

Y ante lo precario del guardarropas mío y de mi hermanita, además de la imposibilidad concreta de ir a una shopping a gastar lo que no tenía, mi querida madre invirtió su paciencia y el poquísimo tiempo que quedaba entre el trabajo en la calle y en la casa, y me hizo una blusa que ahora valdría unos cuantos pesos convertibles en cualquier feria de artesanos. La prenda en cuestión era rosada  y tenía un trabajo de deshilado en el frente del que, solo muchos años después, comprendería el verdadero valor. Mas, en aquel momento, la humilde blusita llevaba las de perder porque era hecha a mano, no tenía etiqueta.

Supongo que mamá tragó buches amargos aquella tarde en que, con la convicción de mis 10 años, prácticamente le espeté en su rostro un No rotundo y espero no haber mencionado la palabra chea, pues incluso a esta altura sería imperdonable. Lo menos que una desea después de dedicarse a un fin con el cariño que lo hizo mi vieja es que le digan que sí, que está linda, que me gusta mucho, ¡mira qué bien me queda! Pero no. Desdeñé la pieza como un vulgar trapo, indigno de llamarse ropa por su humilde procedencia.

La vida se encargó después de darme la lección que merecía. Con el tiempo supe que eran otras madres las que en naves calurosas y en condiciones casi de esclavitud cosían los pulóveres y los pitusas que luego valían decenas de pesos en las tiendas, solo porque en sus etiquetas llevaban una marca reconocida. Aquellas mujeres cosían en ciudades tan lejanas y a la vez tan cercanas entre sí como Manila y Tegucigalpa, y las ropas hechas por sus manos le daban la vuelta al mundo en menos de 80 días. Con igual o menor maestría que mi mamá unían piezas, y bordaban dibujitos, signos, símbolos que son, en definitiva, lo que compra la gente:  la idea de calidad que se supone sintetiza un bastoncito como el de Nike o la interrogación de Guess. Pero que al final se rompen después de la primera lavada o se destiñen o se encogen.

Luego una se desengaña todavía más porque ni siquiera los gurús de la moda, aquellos que diseñan lo que muy pocos podrán usar desde ciudades como París, New York o Milan, cosen sus propios diseños y solo hay que voltear los vestidos para verles las etiquetas Made in China. Será que, en definitiva, la ropa es solo eso, un añadido, una invención para entretenernos como siempre en la superficie, aunque le busquen quintaesencias y hagan de ella un arte, un negocio, una filosofía de vida, un motivo…

Mi blusita rosa deshilada debe estar escondida en algún rincón del escaparate de mi mamá. Finalmente sí me la puse, porque la necesidad obliga y era peor, según mi yo de entonces, siempre usar lo mismo. Es, cómo decirlo sin que suene mal…, más cheo. Ahora añoro que mi viejita me cosa, porque ni con perchas ni sin ellas puedo estar en paz con el mercado. Unas veces me falta el dinero y otras no me acompañan las tallas. Debe ser que para los chinos las medidas son más pequeñas, porque un XL es grande donde quiera, menos en China.

Ella se hace la dura, me dice que no tiene tiempo y que, total, para qué, si a mí no me gusta lo que cose. Entonces tengo que ir y darle cariñitos y decirle que eso fue antes, cuando era una adolescente malcriada, pero que ahora sí valoro su talento porque aprendí que la mejor marca del mundo es Made in Mimamá.

Publicado por

Sayli

Soy "algo" que todos los días se (re)construye. Debo tener un punto de partida, un botón de inicio quizás, pero no lo encuentro. Tampoco la última orilla ni el malecón que me contiene. Escribo porque no se me da bien la política ni el sexo por dinero, lo cual me mantiene contando centavos, pero me deja dormir en paz.

Deja un comentario