Alexis Díaz-Pimienta: Con viejos mapas hacia alguna parte (II)

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Foto: Rodrigo Valero

Si me dices que Prisionero del Agua es anterior a la Crisis de los balseros no cometeré el error de enunciar que la novela fue premonitoria, pero sí que da una cierta cosquilla en el estómago, incluso siendo publicada después, haber descrito con tanta verosimilitud la tragedia de miles de cubanos en altamar.


En lo particular, ¿cómo te afectó este momento crítico de la Historia reciente de nuestro país? ¿Consideras que marcó un punto de inflexión en la sociedad cubana, suficiente como para escribir sobre él tanto como se ha escrito? 

— Ya te conté que mi relación con los balseros fue anterior a “la crisis”. Yo vivía en barrios pobres de la periferia habanera en los que diariamente había noticias de algún vecino que lo había intentado o que se había ido. Y se hablaba en las noches, sotto voce, como en las películas de gansters. Yo era adolescente, al principio, y muy joven luego, y todo aquello me parecía muy novelesco. Para que te hagas una idea, yo nunca vi una balsa. Escribí mi novela sin ver una balsa, sin saber cómo eran. Nunca vi a un balsero ni lo entrevisté ni conocí a ninguno. Para mí todo ocurría en el mundo de la imaginación, como dentro de una gran trama literaria. Así que todo era muy estimulante a nivel creativo. Me lo imaginé todo.

«¿Sabes como nació la historia de Prisionero del agua? Yo tenía un gran amigo, que ahora vive en Miami, y a mis 18-19 años, cuando era el repentista profesional más joven de la Habana (y de Palmas y Cañas), este amigo era programador de la Empresa Antonio María Romeu, donde estamos agrupados “los guajiros”. Pues bien, este hombre, villaclareño y amante y estudioso de la Nueva Trova, poeta y buen conversador, se hizo mi amigo por afinidad intelectual. Era de las pocas personas con las que podía hablar de literatura en aquel ambiente del punto guajiro. Orlando Villavicencio se llama. Y en la casa del Villa nos juntábamos muchas veces a leer poemas, hablar de literatura y beber ron malo, alcolifán, lo que hubiera. Allí, una noche de sábado, apareció un amigo suyo, Francis, que trabajaba no sé haciendo qué en una embajada. Y el tipo se apareció, en el feudo del alcolifán y el ron de 25 pesos, con dos botellas de whisky, y tremenda picadera, todo adornado con unas risas y una elegancia y una felicidad incomparables, envidiables. Claro, Francis se hizo mi héroe. Y dos o tres sábados más, apareció el tal Francis como el Ironman etílico, el Erroll Flinn de la calle Neptuno. Y risas, whisky, poemas, whisky, chistes, whisky, más poemas… Bacanal etílico, sábados idílicos.

«Entonces, otro sábado yo regreso a casa del Villa, con mi cuadernito de “poemas pajeros” bajo el brazo (la frase es del gran Raúl Ferrer, que en aquellos años era uno de mis maestros), y me suelta Villavicencio a bocajarro: ¿Te acuerdas de Francis? Como para no acordarse, ¿no? Pues, ha muerto. Así, sin vaselina. Y yo me quedé de piedra. Pero más frío me quedé cuando me dijo cómo había muerto y por qué. Me contó que se había metido en una balsa con otros tres amigos, que la balsa se había reventado a cuatro millas de la costa,  y que como Francis no sabía nadar y era asmático, se había ahogado. Todos los demás se salvaron, menos él: se había ahogado. A mí de aquella tragedia lo que más me golpeó, además de la muerte de un hombre joven y lleno de vida, fue, digamos, el “por qué” de esa tragedia y la absurda relatividad de todo.

«Estuve muchos días preguntándome cómo y por qué un hombre joven, elegante, buen mozo, feliz, que bebía whisky cuando el resto de sus coterráneos bebíamos “chispa´etren” y “alcolifán” se metía en una balsa para irse de Cuba. Aquello, en mi cabeza romanticoide, en mi mentalidad de poeta decimonónico (yo tenia 21-22 años, estamos hablando de 1988-89), no tenía sentido y podía tener una sola causa y una sola explicación: el amor. No encontraba otra causa. El amor. El primer “balsero por amor” de la historia de Cuba. Y así comenzó a fraguarse la novela, cuyos primeros títulos fueron “La novela de Francis” (así, literalmente) y “Sábado y aerosol”, un poco más “poético”.

«Ya yo había ensayado esta especie de “sacrificio amoroso”, de “todo por el amor” literario en mi cuento “Huitzetl y Quetzal” (que se publicó en Extramuros, en 1991, pero es un cuento de 1986-87), con el trasfondo del Sida, no de las balsas. Pero la esencia era, es, la misma. “Por el amor todo: hasta la vida”. Así que novelé, fabulé, reinventé la historia de Francis, convirtiéndolo en mi Enildo Niebla (que, por cierto, es un nombre que tomé de una puerta de una casa guajira cercana a Versalles, al final del trayecto del tren de Hershey -que también sale en la novela-, antes de llegar a Matanzas. Decía: “Carpintero” o “Cerrajero” Enildo Niebla. Era mi época del deslumbramiento con la narrativa de Lino Novás Calvo y estaba fascinado con su juego aliterativo con la letra “N” en su libro La Luna Nona.

«Así que entonces Enildo Niebla me pareció muy sonoro, muy novascalveano, y fue otro guiño a mis maestros. Luego (otra curiosidad), Yindra Skármeta, la co-protagonista de Prisionero del agua, la femme fatalle por la que Enildo se monta en la balsa, es un personaje secundario de Huitzel y quetzal, el primer cuento del libro homónimo, es la amiga jinetera de Maritza, la protagonista del cuento, la femme fatalle de Gervasio, dos personajes que no salen en la novela, por cierto. Así de enrevesada es la literatura. Y al menos en mi caso, esta es la relación que tengo con el “tema balseros”.

«Yo no creo que la crisis de los balseros haya marcado un punto de inflexión en la sociedad cubana; no tanto (es mi criterio); creo que lo marcó más el hambre y la escasez del Período Especial. ¿Por qué se escribió tanto de balseros? Yo no sé. Por moda. Por comodidad. Por mimetismo. Por ambición de éxito “hacia fuera” y falsas expectativas temáticas, espejismos estéticos. Mi maestro Írsula siempre dice que en los años 70 todos los escritores cubanos hablaban de bandidos y contrabandidos. Que en los años 80 todos escribían sobre la música, sobre las becas. Y en los años 90 las balsas, las jineteras, la miseria. No olvides que los escritores somos unos carroñeros, nos nutrimos de las cloacas de la vida cotidiana.

«Vamos a un cumpleaños y si hay 50 niños tirando de las cuerdas de una piñata, hartándose de caramelos, al escritor que está en la fiesta solo le llama la atención el niño que se cae y se parte la frente. Los demás adultos salen a auxiliar al niño; pero el cabrón del escritor se queda allí pensando cómo contar eso sin que sea grotesco, es capaz de apuntar mentalmente hasta la forma que dibujó la sangre del niño sobre el suelo. Él nunca irá a empujar al niño, eso tampoco, pero se sentirá útil contando, con retintín filosófico incluso, lo frágil que es la felicidad en cualquier circunstancia. Yo coincido con mi maestro Írsula, que a su vez cita a su maestro Ambrosio Fornet: “los escritores somos todos unos vanidosos”.

«Y por eso, creo, los narradores escriben y cuentan y retratan lo sórdido: para salvarse, es decir, para ponerse a salvo: aquí está la mierda y aquí estoy yo. Da lo mismo que la mierda sea una balsa que esconde tragedias domésticas, económicas, políticas; o una joven meretriz caza-turistas; o un delincuente de los bajos fondos: la escritura no solo exorcisa sino que pone el foco de atención en lo otro, en los otros, mientras el escritor, tras la mampara de su vanidad, se siente a salvo. Creo que por eso escribimos tanto de lo que nos asusta, nos molesta, nos duele, nos enferma: para salvarnos doblemente, por una parte salvando al Yo y por la otra al Ego. La crisis de los balseros del 94 no fue mayor, como impacto social, que la crisis del Mariel en el 80. O la de los misiles en el 61, por ponerte dos ejemplos.»

Continuará…

Publicado por

Sayli

Soy "algo" que todos los días se (re)construye. Debo tener un punto de partida, un botón de inicio quizás, pero no lo encuentro. Tampoco la última orilla ni el malecón que me contiene. Escribo porque no se me da bien la política ni el sexo por dinero, lo cual me mantiene contando centavos, pero me deja dormir en paz.

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